La música de una vida



Las mismas manos que tocan el piano con prodigio le quitan las botas a un soldado fallecido luego de un enfrentamiento. Es la última prenda que Alexei Berg toma antes de cambiar su identidad y así intentar huir del horror estalinista y de la amenaza hitleriana. Esa imagen poderosa se muestra una vez que el personaje ha tomado la decisión de abandonarse a sí mismo, querer pasar por otro. De pianista a soldado. La cruda realidad de la guerra es preferible a la opresiva realidad del comunismo. La familia de este joven pianista es señalada de contrarrevolucionaria por la cipayería roja. No hay otra opción: huir o morir. O ser otro.

El escritor ruso-francés Andreï Makine escribe una novela breve en la que hace posible lo improbable: encontrar belleza en la destrucción de una vida. La Historia, cuando es adorada como un artefacto divino, cuando los hombres creen que pueden acelerarla, pausarla, penetrar sus engranajes, hace añicos a quienes sean parte o no de esa maquinaria infernal que son las ideologías. En La música de una vida (Tusquets, 2002) la Historia alcanza las manos de un hombre, las partituras, los pentagramas, los tonos, los ritmos, y da paso a la incertidumbre, la angustia, el exilio, el dolor, la pérdida, la muerte. Esta enumeración de desgracias son consecuencia de la locura racional de los hombres, la soberbia prometéica de querer construir el paraíso aquí y ahora. Makine vuelve a narrar la historia minúscula, la que es humana y no heroica.

El estilo de Makine es delicado, contenido, de una sencillez diáfana, le basta pinceladas para crear atmósferas tensas, relajadas o conmovedoras, así como para dibujar el carácter de los personajes más complejos con pocos trazos. Ese estilo —que se resguarda de las estridencias— le permite señalar la desesperanza, la muerte, el odio, la violencia sin que el lector se abrume ante el horror de los hombres despedazándose entre sí. En esta novela breve que se lee como una fábula sin moraleja, la tristeza pugna ante la belleza de su construcción. El narrador es un hombre que espera en una estación el tren que va hacia Moscú, y en esa estación en la que "en realidad, ya nadie espera nada, 'seis horas de retraso...' podrían ser seis días o seis semanas", conoce al anciano que le develará su vida, la encarnación del Homo sovieticus. Si existe una tipificación del alma rusa, será esa combinación fatal de resignación y voluntad, amor propio y desdén hacia sí mismo, que pronto escuchará —y los lectores vivirán— de la propia voz de su encarnación. Las primeras páginas darán cuenta de ese carácter y de la misma imposibilidad de definirlo: "Esas hermosas fórmulas lo explican todo y no explican nada. Se esfuman ante la evidencia de esa noche, de esa masa dormida que huele a abrigos mojados, cuerpos cansados, alcohol fermentado y conservas tibias. ¿Cómo juzgar a ese anciano sobre su periódico extendido, a ese ser conmovedor por su resignación e insoportable por la misma razón? Ese hombre que ha pasado sin duda por las dos grandes guerras del imperio y ha sobrevivido a las represiones y a las hambrunas, no cree merecer nada mejor que ese lecho sobre un suelo cubierto de colillas y escupitajos (...) si les despertaran y les preguntaran sobre sus vidas, contestarían sin vacilar que su país es un paraíso donde el tren se retrasa de vez en cuando. Y si de pronto el altavoz anunciara con voz de acero el inicio de una guerra, toda la masa se movilizaría, dispuesta a vivir esa guerra sin cuestionarla, dispuesta a sufrir, a sacrificarse, a aceptar con naturalidad el hambre, la muerte o la vida en el lodo de esa estación, en el frío de las llanuras que se extienden al otro lado de los raíles". La vida en ese lodo es la tuvo el ruso Alexei Berg.


El 24 de mayo de 1941, el joven Berg daría su primer concierto de piano. Semanas antes no hubiese pensado nunca que ese mismo día la Historia lo conduciría hasta las más gélidas estepas siberianas, en donde pasaría una década. Ni siquiera la amnistía a la muerte de Stalin lo beneficiaría. En el periplo entre huir despavorido mientras sus padres eran apresados, robar una identidad y convertirse en soldado, enamorarse clandestinamente de la hija de un militar de alto rango, y debatirse entre el impulso musical y descubrir su verdadera identidad, hubo mucha sangre, dolor, violencia y desesperanza. Y también la dulzura de la vida en sus pequeñas manifestaciones de belleza. Ya envejecido, viaja en tren junto al narrador de esta inolvidable historia, y regresa a Moscú para dejarse arrebatar por un concierto de piano en la casa de cultura del ferrocarril (y también quizá, por el recuerdo de la mujer amada) y rejuvenecer, cerrar los ojos y vivir, dejando tras de sí la locura insana de las revoluciones. Alexei Berg obtuvo el único triunfo ante la monstruosidad hitleriana y estalinista: se mantuvo vivo y aún, se maravilla ante la música.

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