El cortejo nupcial helado en la nieve



I
Teuta Shkreli le pregunta a su marido, Martin Shkreli, justo antes de dormir, si ha quitado el pestillo, el seguro de la puerta de la casa, que recuerde que hay que dejarla abierta. ¿En cuál lugar del mundo tal pregunta es posible? ¿Cuáles son las condiciones para suponer que cerrar con seguro la puerta del hogar durante las noches es peligroso? Mejor dejarla abierta, se juegan la vida quienes pasen el pestillo, aunque su vida esté en las manos de los verdugos. Hay que colaborar con ellos. Estar a salvo significa no estarlo. Dormir con la amenaza de que en cualquier momento irrumpen en el hogar agentes del Estado y, si llegasen a encontrar resistencia al girar el pomo de la puerta pues, algo esconden sus habitantes. La sospecha norma la sociedad. El Estado vigila. Y el Estado es el Partido. Y el Partido es el pueblo. Entonces el pueblo es el Estado, así que, el pueblo se vigila a sí mismo.

Esta introducción podría leerse como la circunferencia que contiene las novelas del albanés Ismaíl Kadaré. La fineza con la que sumerge a sus personajes en la dialéctica totalitaria es de un acabado magistral. La sutileza con la que, en pocos trazos, ordena el constructo narrativo para dar cuenta del peso que cae sobre los individuos cuando están bajo la locura racional de las ideologías, no deja fisuras. La perfección de la narración, que parece dirigirse en tres caminos (el del mito, el de los acontecimientos, y el del presagio) produce vértigo en el lector. Porque se siente que ha leído una historia que sucede a diario, que el ser humano avanza en una espiral con un bucle que lo conduce de nuevo al comienzo sin que reconozca que su andar es un retorno hacia sí mismo, a sus desafueros. En El cortejo nupcial helado en la nieve (Alianza, 2001) se narra el día de abril de 1981 cuando las protestas de albaneses de Kosovo, exigiendo República dentro de la Yugoslavia comunista, acabó en una matanza por parte de las fuerzas del Estado, como presagiando lo que años más tarde sería la tragedia de la guerra entre serbios y albaneses. Acababa de morir Tito. Y las nostalgias represivas suelen ser más dramáticas que los despechos amorosos. Con tanques de combate, el ejército acabó con centenares de albaneses, los cuerpos aplastados llegaban a los hospitales de Prístina por decenas; fue un castigo ejemplar diría la pillería comunista. Un ejército que masacró a quienes consideraba enemigos de la patria, enemigos del pueblo, enemigos de la paz. El pueblo que vigila, el pueblo que es ejército, el pueblo que se mata entre sí. [Habráse visto antes un pueblo de vocación cainita. Leer este libro de Kadaré es darse de bruces con el sustrato de las ideologías: el sinsentido del hombre moderno, el rumbo perdido desde el momento en que quiso erigirse en Dios, para luego negarlo y negarse y terminar por destruir todo a su paso, en nombre de cualquier puerilidad filosófica o ruindad íntima: las revoluciones se conforman de miserias de quienes ven en la miasma bondad, y en la Historia el dios de la libertad. Y la bellaquería de la izquierda recorriendo aquel camino en espiral que la conduce sobre sí misma una vez que ha acabado con el resto. Villanos bondadosos que hacen el mal con la crueldad de quienes aman a la humanidad y odian al vecino].

II
La Dra. Teuta Shkreli es la directora del hospital que atiende a los heridos el día de las protestas. Y será confrontada todo el día siguiente de la matanza por el secretario de la organización de la Liga de los Comunistas, Kostic, en una asamblea general cuyo objetivo es develar las extrañas circunstancias en las que se atendió a los heridos, enemigos de Yugoslavia. La asamblea, que tiene más un carácter de interrogatorio al estilo de la policía secreta que de consenso, se funda en la sospecha de que alguien ordenó un día antes de las manifestaciones camas extras, y además desapareció el registro de los heridos (al que Teuta llama El libro de los muertos). Así que ha habido complicidad entre los manifestantes albaneses enemigos de la Yugoslavia patriótica, y los doctores, directivos y enfermeros del hospital. Kostic no puede explicárselo de otra manera: los culpables deben dar la cara y ser llevados ante la justicia. El detalle: los culpables son quienes salvaron a los heridos, los heridos son enemigos, y el ejército matarife y represor la víctima heroica que mantiene unida la patria. Quitarle el seguro a la puerta del hogar durante la noche es solo parte de esta lógica inversa al sentido común. [Quien quiera acercarse a un ejemplo de esta lógica revolucionaria, vea el trabajo que hace el panfleto calambuco Últimas Noticias cada día en Venezuela. Y otros tantos "columnistas" (blogeros), practican la dulzura sensiblera de la izquierda juvenil, tiernos ideólogos sedientos de justicia social, ya les tocará decir que aquello no es socialismo, ni comunismo, ni izquierda, nunca lo es; siempre, cuando los cadáveres ya no caben ni en un campo de futbol, todos se dicen socialdemócratas].

Y ese Estado de sospecha generalizado determina todas las relaciones. La sospecha debe ser la fuerza que engrana la sociedad con el único fin posible: la revolución. El Estado comunista formaliza la sospecha como tejido social, cultural, político y económico. Lo común desintegra lo propio. Cada gesto, pensamiento, acción, decisión, emoción, debe y tiene que estar en función de lo común. El comunismo no soporta la libertad. No soporta la rebeldía, la que dice No, a diferencia de la revolución que dice Sí. Es su obstáculo imposible. De ahí la revolución permanente. De ahí que el comunismo sea un humanismo que acaba con lo que hace al hombre, hombre: la libertad. Rousseau rizó el rizo. El comunismo obliga libertad. Por eso durante la asamblea en la que se acusa al personal de la clínica de cómplices de los manifestantes, hay un sujeto que se relame de gusto ante la posibilidad de que los tiempos de la policía política, a decir, torturadora, criminal, cruel, el brazo cipayo del régimen, vuelva a sus andanzas reabriendo los expedientes individuales que duermen desde hace un par de décadas en los archivos del Estado, y poder ser de nuevo los agentes del orden, a decir, los funcionarios del mal, esos a los que hay que facilitarles el trabajo de verdugos dejando las puertas del hogar abiertas para que puedan torturar sin resistencia.

III
El cortejo nupcial helado en la nieve la atraviesa como un río subterráneo una historia de amor que se remonta a un pasado irreconocible, se da en un presente en el que la alimaña ideológica se alimenta de odio, y se proyecta a un futuro que se avisora como tumba colectiva. El título da cuenta de una historia ancestral albanesa en la que el cortejo sale de la casa del novio hacia la de la novia, pero en el camino un viento gélido los congela, incluso al consorte, no mueren, están inmovilizados y solo un hechizo puede descongelarlos y así la unión matrimonial consumarse. La tradición no recuerda el hechizo que contrarreste la frialdad. Una época en la que los pueblos balcánicos convivieron encontrados en el amor. En la novela, los enamorados Shpend Brezftoht y Mladenka Markovic, el uno albanés y la otra serbia, alumnos del profesor Martin Shkreli, los congelará el odio étnico revestido de ideología liberadora: a Brezftoht lo recibirá Teuta en la clínica, el pecho descerrajado por el disparo a quemarropa de los defensores de la patria yugoslava. El lector no sabe, al igual que el profesor si ha sobrevivido o no a la herida. Mientras, seguirá el interrogatorio y la reinstauración del Estado de terror en Kosovo por parte de yugoslavos despechados que abrigan un odio insobornable en contra de la aislada y paranoica Albania del cadente Hoxha.


El miedo y el silencio resistirán lo humanamente posible. Ese día de abril de 1981, cuando un grupo de manifestantes exigió República ante la Federación Yugoslava, lo cubrirá por siempre un velo, una neblina de ignominia: el mal diseminado que obnubila a los hombres. Detrás de esta historia de Ismaíl Kadaré están los muertos reales y los héroes ocultos: la esposa del poeta albanés Esad Mekuli, doctora quien atendió a los kosovares albaneses heridos y masacrados por la Yugoslavia pos-Tito. Y también, un Estado totalitario acorralado por su propia vesania, su sed de sangre, y aquellos que lo conforman creyendo que la gloria comunista es eterna. El miedo se quiebra y el silencio no responde al chivato. Dice Martin Shkreli: "—Es la barbarie, o peor aún (...) se produce una manifestación donde la gente reclama... ¿Qué reclaman a fin de cuentas? Algo honroso, algo que, desde hace dos mil años, desde los tiempos de César y de Bruto, es considerado una noble aspiración, reclaman la República (...) —Se puede estar en contra de Albania, se puede incluso estar contra los albaneses en general, pero en una circunstancia así, cuando a un lado se encuentran los manifestantes y al otro los tanques, no es posible tomar partido a favor de los tanques." La patulea izquierdista, la morralla roja, la macarra socialista escoge de antemano. Y cualquiera que resista la propia estupidez —y la ajena— puede preguntarse como Teuta "¿Hasta cuándo durará esta vergüenza?".

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