Una niña está perdida en el siglo XX
I
Esta novela podría pertenecer a los
libros negros* que componen una de las obras más originales del panorama
narrativo europeo. Una niña está perdida en el siglo XX
(Seix Barral, 2016) sería el quinto libro de Gonçalo Tavares en el que indaga
en la naturaleza del mal. Cuerpo, técnica y maldad, son los ejes de esta serie
que puede ser leída independientemente pero que al leerlas en conjunto [un
proyecto editorial que debería estar en marcha] constituyen un portento de
imaginación, hondura, complejidad ética, locura, maldad y belleza. La prosa de
Tavares es estilo. La prosa de Tavares tiene hondura filosófica sin intención
de convertirse en un tratado. Puede decirse que la prosa de Tavares hace
posible un conocimiento que solo la novela es capaz de conjugar.
En Una niña está
perdida en el siglo XX se narran las peripecias de un hombre,
Marius, que huye, no se sabe de qué o quién, y se encuentra a una niña, Hanna,
de unos doce o trece años, abandonada en una ciudad alemana, y decide acompañarla
a buscar a su padre a Berlín. Hanna padece de una extraña enfermedad que
disminuye su capacidad cognitiva, trisonomía 21. Las funciones básicas que
hacen posible una relación del cuerpo humano con el espacio y los objetos no se
desarrolla con la disposición corriente, cualquier movimiento que el resto de
los seres humanos hace de una manera automática, Hanna tiene que consultarlo en
un fichero que lleva consigo: reconocer lo que es "adelante",
"detrás", "arriba", "abajo", saludar, reconocer
signos lingüísticos, gestos como la sonrisa, la risa, el enfado, es un reto
constante para Hanna; así que su relación con el mundo está signada por la
ausencia de relación en términos comunes. En esas condiciones la ha encontrado
Marius. Hanna se ha descrito a sí misma porque ha memorizado su ficha de
presentación, y por eso Marius se entera de que busca a su padre, y que este,
quizás, esté en Berlín.
Marius decide emprender ese viaje con
Hanna de la mano. Y es entonces cuando la historia comienza. Y se humaniza.
Porque cuando Marius toma a Hanna de la mano hay humanidad. Ese contacto, de
una mano que guíe y protege y otra que se deja guiar y proteger, hace que estos
dos personajes constituyan la ética: cuando aparece el otro hay ética. Pero
debe ser un otro personificado, reconocido como único e irrepetible. Ese
encuentro, unipersonal para Marius y Hanna, es el que crea la tensión que todo
encuentro supone. Se infiere que este viaje en busca del padre de Hanna se
desarrolla justo en la postguerra de Europa, quizás, la década del 50, luego de
la destrucción, la industrialización de la muerte, la devastación entre
totalitarismos, y las grietas que desde entonces habitan la Razón occidental.
Las cenizas del destrozo, material y espiritual, aún despiden humo. Y he aquí que
quizás sea la reconstrucción moral del hombre lo que lleven Marius y Hanna en
sus manos entrelazadas. Esta pareja es la ruina de occidente, o solo sus
escombros.
Y en el camino se encontrarán con una
variopinta galería de personajes: Joseph Berma, el fotógrafo que retrata
animales como si se tratara de presidiarios: una foto de frente y una para cada
perfil, ha logrado hacerlo con caballos (su especialidad) hasta poder ver en
ellos una expresión humana, insiste en tomarle fotos a Hanna. Fried Stamm, es
uno de los cinco hermanos dispersos por toda Europa que fijan carteles en
espacios públicos. El mensaje es el mismo siempre: hay que, en cualquier
momento, aminorar la velocidad de la marcha, disminuir el tiempo entre paso y
paso, para ver los carteles, hasta ralentizar el progreso, y hacer que esos
caminantes puedan concentrarse, ya que el mundo en su dispersión ha perdido
localidad, cuando eso suceda, cuando haya centro de nuevo, puede suceder algo
importante. Vitrius, un anticuario cuya tienda se encuentra en el cuarto piso
de un edificio abandonado. Para llegar a él, Marius debe subir junto a Hanna
por unas escaleras que no tienen barandas. Vitrius quizá conozca el origen de
un objeto que puede dar pistas sobre el paradero del padre de la niña. Las páginas
dedicadas al ascenso de Marius a la tienda de Vitrius son magníficas: la
oscuridad, la incertidumbre de cada paso, la altura, los cuerpos de Marius y
Hanna dándose referencias espaciales en cada peldaño, y el vértigo que logra
vencer Marius, transmiten un estado moral: incertidumbre, miedo y voluntad, una
tríada que recorre el siglo XX y se desparrama sobre el XXI; Vitrius vive en su
tienda-depósito, su habitación está atestada de libros, tantos, que reduce el desenvolvimiento
una vez dentro: Vitrius es un hombre alto, flaco, desgarbado, que colecciona
objetos de todo tipo, y que para poder dormir en su habitación tiene que
dejarse caer de espaldas sobre la cama cuan largo es, al levantarse tiene que
hacerlo de un brinco, sus piernas se flexionan al borde de la cama y con
impulso logra asirse del marco de la puerta con ambas manos, se levanta de un
salto y cae ya en la tienda, de la que por cierto, nunca sale; Marius lo llama
don Quijote, pero este es un Quijote que los libros han encerrado, un Quijote
del revés, la lectura no lo insta a salir, a enfrentarse y conocer al mundo
sino a aislarse. Se topa Marius con Agam, el artista de la miniatura, quien
realiza obras que solo es posible observar con un microscopio potente. El ojo
izquierdo de Agam es completamente distinto al derecho, está casi fuera de órbita,
rojo de la sangre concentrada, con los párpados expuestos, y Agam sabe que es
independiente del derecho. Ese ojo izquierdo ve lo que otros no pueden ver: su
arte, el arte de lo invisible, en una línea puede estar escrito un mensaje
revelador, así, ha hecho encargos de este tenor: escribir el nombre del hijo
fallecido en la pared del piso de un matrimonio cuyo marido insiste en que la
esposa lo olvide, Agam ha decorado una de las paredes con dibujos que repiten
el nombre del hijo fallecido por encargo de la madre sin que el marido lo sepa.
El ojo derecho de Agam es el que ve a distancia, a lo lejos, para el artista de
lo mínimo y oculto, su ojo izquierdo del derecho, se diferencia como un brazo
de una pierna.
Cada encuentro es una mirada a tantos
mundos como personajes se tropiecen con Marius. Hanna siempre parece estar
abstraída en su mundo. Tavares hace que su
novela sea fértil en lecturas, ambigüedades, susceptible a interpretaciones múltiples,
pero sin que esa materia maleable que es la mirada sobre el mundo se ensanche
tanto que sea posible una relajación interpretativa. Hay límites para la
interpretación. Y en este mundo en el que Hanna está perdida, ella es ese límite.
II
Todos los personajes de Tavares dan
cuenta de una relación entre el cuerpo y el espacio, los objetos y los hombres,
que apunta hacia una ética. Una ética del cuerpo. O una ética que funda el
cuerpo. Extremidades, órganos, sentidos, en los libros negros, se constituyen
en lo que une y separa al hombre del hombre, al hombre y su entorno, al hombre
y el mundo, al hombre y Dios. La conciencia del cuerpo, y su fragmentación
(ojos, manos, piernas, cabeza, etc.) determina la acción y la materia ética que
la hace posible. Sin cuerpo no hay ética. Cuando Marius y Hanna llegan a Berlín,
se hospedan en un hotel cuya disposición arquitectónica emula el mapa europeo
de los campos de concentración. Las habitaciones no tienen números y por lo
tanto la correlación entre ellas es de otra naturaleza: Auschwitz, Treblinka,
Birkenau, Dachau, Buchenwald, Terezin, etc, así que solo quien esté familiarizado
con la disposición de esos campos de exterminio sabrá llegar a su habitación
una vez pase por recepción. El matrimonio que gerencia el hotel es naturalmente
judío superviviente del Holocausto. Moebius, el dueño, le revela a Marius cómo
su espalda es un diccionario de una sola palabra: "judío", tatuada en
todas las lenguas como países tiene Europa; la piel como prueba, la piel como
lo imborrable, la piel tatuada como obstinación de lo que se es; y lo lleva en
la espalda, "detrás", una disposición que hay que explicarle a Hanna
cada tanto. Y en una de las habitaciones está el viejo Terezin, llamado así porque
usa la habitación homónima desde hace años. El viejo Terezin es un hombre cuyo estar en el mundo es una cuestión de peso: dice que
nunca se debe tener alrededor de donde se vive más peso en objetos que lo que
pesa el hombre que los tendrá que llevar cuando huya. El peso regirá la toma
del camino a la hora de emprender los pasos, así que es mejor desprenderse de
todo lo que pueda comprometer el esfuerzo. Además, Terezin conoce a los
"hombres del siglo XX", siete judíos dispersos por el mundo que han
memorizado todo lo ocurrido en el siglo, son el resguardo cuando una catástrofe
o la idiotez del hombre acabe con todo registro de la historia; pueden recitar
cada acontecimiento de cada año de todo el siglo XX, porque alguien tendrá que
contarlo cuando todo acabe. Marius, en algún momento, se da cuenta de que ya no
busca al padre de Hanna. Y Hanna, no se da cuenta de nada. Ella no tiene relación
con el mundo, más que reír si otro lo hace frente a ella. Hanna quizá no está perdida,
sino a salvo de la locura de un siglo que acabó con los hombres, y que convirtió
al mundo, el que sobrevivió a sí mismo, en un manicomio. La incapacidad
cognitiva de Hanna comienza a parecerse mucho a la santidad, a la pureza, al
alma sin referentes.
Marius, en algún momento se dice a sí mismo
que quienes lo ven con complacencia y benevolencia porque ayuda a una niña
perdida a buscar a su padre, desconocen que no es un hombre bueno (recuerda lo
que solía decir el personaje de Aprender a rezar en la
era de la técnica, Lenz Buchmann:
"Soy un médico, no un buen hombre"). No se logra saber de qué o de
quién huye Marius. Pero en algún momento de esa huida se refugia junto a Hanna
en casa de su amigo Grube, un historiador obsesionado con las carreras de cien
metros planos, un historiador que está convencido de que milésimas de segundos
pueden contener el destino de la Historia, ve cintas, cientos de cintas, de
carreras de cien metros, en las que en tan solo segundos, hombres y mujeres
abandonan una empresa para la que se prepararon por años, y otros, cerca de la
meta, estiran sus cabezas como si se les fuese a separar del cuerpo, como si así
lo quisieran. Como la arrojó el siglo.
Todo en estas novelas es cuerpo y
voluntad, cuerpo y mezquindad, cuerpo y locura, cuerpo y maldad. Una niña está perdida
en el siglo XX se suma a esta serie con la misma hondura, estilo y
belleza. Y he aquí que se inscribe en la tradición literaria que inicia Homero
con La Odisea y su Telemaquia.
El narrador de Tavares se desplaza de
la tercera a la primera persona con una suavidad que si el lector no está atento
no lo percibe. Como si no hubiese manera de narrar la locura a distancia, como
si el desplazamiento de Marius y Hanna, hacia su disgregación, su separación,
tuviese que ser contado con otro desplazamiento. O porque quizás, un siglo tan
malvado le pertenezca al yo que, diluido en un nosotros se masifica,
despersonaliza y deja de ser consciente de su cuerpo. Y sin cuerpo no hay ética.
Y es que Marius y Hanna quedan atrapados en una manifestación en las calles de
Berlín, la muchedumbre se acerca a ellos mientras destrozan todo a su paso,
gritan y, eufóricos, avanzan como un solo cuerpo engullendo todo a su paso. Quién
sabe adónde se dirigen, quién sabe si todos ellos han visto los carteles de la
familia Stamm, lo cierto es que arropan a Marius y a Hanna, y aquel va
sintiendo una emoción que lo arrastra, va deshaciéndose de su corporeidad,
hasta que las manos entrecruzadas de él y Hanna se desprenden, y Marius avanza
con la muchedumbre. El momento en el que suelta a Hanna, ya no piensa en ella
ni en él, y estas páginas recuerdan un pasaje del segundo libro de memorias de
Canetti en el que cuenta cómo se sintió al participar por azar en una
manifestación pública, cómo fue dejando atrás su yo para ser parte de un cuerpo
que lo vaciaba de su propio cuerpo sin dejar de contenerlo, son de nuevo unas páginas
magníficas.
Un hombre que se deja arrastrar por la
masa dejando atrás a una persona, hace recordar aquel final de la película The Inner Circle (El círculo
del poder), en el que el personaje principal, en una marcha
indignante a la muerte de Stalin, se separa de ese cuerpo informe de la
muchedumbre para quedarse al lado de quien ama. Tavares ha invertido la ecuación.
Cuando el hombre se hace muchedumbre se libera de sí mismo, y cree que esa
liberación es quitarse el peso de la responsabilidad individual, al hacerlo ha
dado el primer paso hacia la maldad, hacia la despersonalización, un grado cero
del espacio relativizado de la corporeidad que lo hace partícipe del mundo,
desplazando al ser por el estar, un estar que suspende el encuentro consigo
mismo y con el otro. Nada que la ideología no prometa. Nada que el siglo XX no
haya demostrado. Nada por lo que el siglo XXI no sienta nostalgia.
*Libros negros: Un hombre Klaus Klum, La máquina de
Joseph Walser, Jerusalén, Aprender a rezar en la era de la técnica. Todos
publicados en Literatura Mondadori (desde 2012 Literatura Random House).
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