Diario de un mal año
¿Qué hay de
especial en la relación de tres personajes comunes y cercanos a la mediocridad
de nuestro tiempo? ¿Qué hacen estos personajes para merecer atención, una
compasiva atención? Quizá, la agridulce desnudez con que se muestran, la común
condición con la que se piensan, la franqueza hiriente que los invade a medida
que la soledad y el encuentro bailan en los apartamentos de un complejo
residencial, hasta enmudecer y cautivar
al lector. La extraña atmósfera creada por Coetzee posee tal encanto. La
lectura de sus novelas brinda la prerrogativa de reconocer las miserias humanas
en la intimidad de una sigilosa habitación. Coetzee escribe, no para “sus
lectores”, sino para mí. Sus libros
están escritos con azogue.
En Diario de un mal año (Literatura
Mondadori, 2007, DeBolsillo, 2014) un viejo escritor australiano es invitado a
colaborar en un libro titulado “Opiniones
contundentes”. Conoce en la lavandería del vecindario a una hermosa joven,
Anya, vecina del piso 25 de las torres en donde vive. Anya tiene novio, se
llama Alan. El viejo escritor no puede dejar de pensar en la joven y decide
ofrecerle trabajo como transcriptora. Será su mecanógrafa. Él dictará sus
“opiniones contundentes”; ella mecanografiará las cintas. Alan intentará
persuadirla para estafar al viejo escritor. Anya irá descubriendo (se) la
cercanía y la distancia insalvable entre los seres humanos. El viejo escritor
también (o solo se dará cuenta de lo que sabía hace mucho). Alan finalmente se
estafará a sí mismo.
El señor C es un
escritor australiano reconocido. Vive en un apartamento infesto en la planta baja
de una torre. Un día ve a una hermosa joven en la lavandería y se acerca a
ella. La quiere con él. La desea. Es un hombre inteligente, leído, culto,
profesor de literatura; un desperdicio de la última modernidad, la de la
cultura letrada. Sus opiniones son grandilocuentes, a ratos interesantes, a
ratos frívolas. Sus reflexiones íntimas, en su mayoría sobre Anya y el novio,
son contundentes. Humanas como pompas
de jabón. Las profundas serán mecanografiadas y luego publicadas en alemán. Las
íntimas excavan sobre la condición humana.
Anya es una joven
atractiva y desempleada. Su área laboral es Recursos Humanos (sea lo que esto
sea, como dice el Señor C) Es vivaz, hermosa, sensual, sexual. Sabe que posee
unas nalgas que la hacen incontrolablemente deseable. Le gusta ser deseada.
Dice discutir con Alan, y ser llamas en la cama. Cree que podrían ser unos
amantes famosos. Mucho fuego. Mucha piel. No podría no ser compasiva, no podría
dejar de conmoverse por los hombres. Tiene 29 años, y en ella la tensión del
libro. Tanto en Diario de un mal año
como en “Opiniones contundentes”. Anya es el diario de Juan. “Se pone las manos
en las caderas, sacude la cabellera y me dirige una mirada provocativa” piensa
el Señor C. “El Señor C no tiene muy buena vista, por lo menos eso es lo que él
dice. Sin embargo, cuando hago mis sedosos movimientos noto sus ojos clavados
en mí. Ese es el juego que hay entre los dos. No me importa. ¿Para qué otra
cosa está el culo? O lo usas o lo pierdes”, piensa Anya.
Alan es un hombre
joven, de unos cuarenta años. Asesor de inversiones. Un hombre de su tiempo
(sea lo que esto sea). Oportunista, engreído, habilidoso, sumergido en la
carrera por el éxito, ostentoso, hasta simpático. Agradable y despreciable.
Atractivo, tenaz, sexualmente ardiente “tres años juntos y Alan sigue poniéndose
cachondo conmigo, hasta tal punto que a veces creo que va a reventar”, hace
saber Anya. Alan ha dejado a su esposa para vivir con Anya. Cualquiera lo
haría. Un viejo escritor. 70 años. Una joven y atrevida chica. 29 años. Un
arrogante y “sabelotodo” ejecutivo. 42 años.
La novela está
construida como si no hubiese podido ser estructurada completamente. Se leen
las “Opiniones contundentes” del Señor C (así le llama Anya). Sus ideas, un
tanto pomposas, extravagantes, puerilmente provocativas y hasta inconclusas,
las conoce el lector porque Anya las transcribe en el ordenador, y están en las
primeras quince líneas de la página. En la siguiente mitad de la página se lee
a lo que piensa el Señor C sobre Anya, y lo que sabe Anya de él. En la última
mitad de la página se asiste a la intimidad de Anya, su relación con Alan y la
presencia del Señor C entre ellos. La segunda mitad del libro “Segundo diario”
es la reflexión íntima de Juan acerca de algunos temas propuestos por Anya; la
complace y nos complace la calidez de estas breves, sinceras y emotivas
palabras. Parece complejo. Lo es.
Tres niveles. Tres
instancias. Tres personajes. Las grandes ideas. El deseo. La vanidad. Bien se
va avanzando en la lectura las reflexiones van desparramadas: una celebración a
la música de Bach, la duda acerca de la firmeza con que un escritor emite sus juicios,
y la preparación de una estafa; todo en una página. Todo en un edificio. Piso
25 y planta baja, como las opiniones, y los deseos; como lo público y lo
privado. Perspectivas distantes. Pero cercanas a la debilidad, a la fragilidad,
a la imprevisible humanidad. Las grandes ideas, las universales, las “Opiniones
contundentes” parecen estar desvinculadas de la intimidad de los personajes.
Las opiniones sobre el origen del Estado, la Música, las Universidades, la vida
política de Australia, entre tantos otros temas (que se sienten distantes a
cualquier persona, mas no desconocidos) van horadando el espíritu cultivado
hasta devolver lo que se recibe como abstracto, concreto. Nadie es quien parece
ser. Somos muchos. Parecemos muchos. O se termina siendo lo
que se parece. Coetzee es el escritor de la otredad. Y no siempre “el otro” se
encuentra fuera de sí.
Coetzee ha escrito
una proto-novela. Muestra sus bocetos y encuentra hondura. Muestra la miseria y
la grandeza del ser humano que se mira a los ojos en el espejo del otro y no se encuentra. Quizás solo un
instante. El otro será salvación y
condena. El otro será encuentro y
desencuentro. Paisaje desértico. Hecatombe. La extraña familiaridad de un
cuervo que mira con la certeza de saber que ha hecho del hombre habitante de
jaulas de concreto. Barrotes de soledad llamados Residencias. Se carga con la
novela como se carga con la vida. En fin, es un Diario, y de un mal año. No
puede olvidarse. En lo público hay discusión; en lo privado explosión. No se
puede hacer bien en el otro sin
dañarlo.
[El final de Diario de un mal año podría recordar a
algunas líneas de Michel de Montaigne: “Nunca estamos en nuestro propio
terreno, nos encontramos siempre más allá. El temor, el deseo, la esperanza nos
proyectan hacia el futuro, y nos arrebatan el sentimiento y la consideración de
aquello que es, para que nos ocupemos
de aquello que será, incluso cuando
ya no estaremos”.]
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