El busto del emperador



Sabiduría para reconocer que el tiempo vivido ya no es el tiempo que resta por vivir. Doloroso caer en cuenta que el orden del mundo que da sentido a la vida se ha desmoronado y que un nuevo orden quizás sea solo destrucción. Sabiduría y dolor irrigan la vida del conde Franz Xaver Morstin cuando la Gran Guerra acaba y el Imperio austro-húngaro yace junto al propio Francisco José en la Cripta de los Capuchinos.

En El busto del emperador (Acantilado, 2004) el escritor nacido en Brody en 1894 y fallecido en París en 1939 Joseph Roth, narra la debacle moral, espiritual y anímica de un hombre que ve el derrumbe de su mundo en razón de una idea de nación que no puede comprender. Los acontecimientos que hicieron posible el estallido de la Primera Guerra Mundial desataron el irreversible sino de un imperio, y con él, el de una forma de pensar Europa. Porque para el conde austríaco Morstin, hombre refinado, educado, fiel a las tradiciones y jerarquías, el imperio de Francisco José, se conformaba en la unión de lo distinto, en territorios que no le exigían nacionalidad, en un pueblo al que podía amar y ayudar porque reconocía en él nobleza y modestia, y entonces podía ser bondadoso y justo con los más débiles, donde las fronteras no fuesen alambradas y las geografías mapas de advertencias, "donde la patria poseía la magia del extranjero". Hubo de pasar casi un siglo para que esa idea de Europa, la del propio conde Morstin, resurgiera con timidez.

La fe en la monarquía asentaba la disposición de Morstin en el pueblo de Lopatyny, en la antigua Galitzia (según el narrador) y luego de la Gran Guerra, territorio polaco, a resistir la caída del imperio. Regresar a él luego de haber ido al frente de batalla significaba un reencuentro, pero pronto esa reconciliación se vio mancillada por la nueva realidad nacional: "Sin embargo, en lugar de saludar a su patria (...) el conde Morstin comenzó a darse enigmáticas y desacostumbradas reflexiones sobre el problema de la patria. 'Entonces', pensaba para sí 'ahora que este pueblo ya no pertenece a Austria sino a Polonia, ¿sigue siendo mi patria? ¿Qué es la patria en realidad? ¿Acaso el uniforme de gendarmes y guardas de aduana que hemos conocido en la infancia no es nuestra patria en la misma medida que el pino y el abeto, el pantano y la pradera, la nube y el arroyo? Pero, si cambian los gendarmes y los funcionarios de aduanas y, en cambio, el pino y el abeto y el arroyo y el pantano permanecen igual: ¿sigue eso siendo la patria?'". El narrador (trasunto en este caso del propio autor) asegura que la vieja monarquía austro-húngara no desaparece debido al "patetismo hueco de los revolucionarios" sino que por culpa de aquellos que han debido defenderla y que por el "escepticismo irónico" no lo hicieron.

Quizás el propio conde tenga una respuesta para esta última pregunta: "¡Ay! Érase una vez una patria, una patria verdadera, a saber: una patria para los 'apátridas', la única patria posible. Ahora soy un apátrida que ha perdido la verdadera patria de los eternos caminantes". El conde Morstin se ve reducido a los trámites burocráticos que transformaron su mundo, otrora un mundo variopinto bajo la monarquía real (Sarajevo, Praga, Bosnia, Banat...) ahora le exigen pasaporte para desplazarse por un territorio por el que antes del asesinato del heredero de Francisco José (Francisco Fernando) disfrutaba como de una casa de muchas habitaciones, casa que ha sido hecha pedazos. Morstin es un nostálgico de la Corona, como el propio Roth.

La pérdida del Imperio, la derrota y la extinción de este como si de la infancia irrecuperable se tratara, llevaron al conde a una nostalgia irredimible. En algún momento fue anfitrión del propio emperador y un joven campesino hizo un busto de arenisca que el conde conservó en el sótano de su casa hasta después de la guerra. Ese busto saldría de nuevo a la luz al regreso del conde a su pueblo de Lopatyny, hasta que la incomprensión del nuevo mundo lo permitió, ávido siempre de echarle tierra al pasado con la soberbia de estar haciendo historia, así, tanto el busto, como el propio Imperio, fueron enterrados de una vez por todas para solo ser añorado por quienes bajo la monarquía vivieron épocas más señoriales.

Joseph Roth escribe un relato mínimo, de una tristeza insobornable, la de un viejo conde que ve su mundo despedazarse, y con él, los pueblos que se aventuraron a la guerra.


El conde, nos dice el narrador de este breve y melancólico relato, terminó sus días en el exilio, en la Riviera, escribiendo sus memorias, de las cuales destaca un pasaje: "He visto —escribe el conde— cómo los listos pueden volverse tontos; los sabios, necios; los verdaderos profetas, mentirosos; y los amantes de la verdad, falsos. No hay virtud humana perdurable en este mundo, excepto una: la verdadera devoción (...) la verdadera fe no nos decepciona porque no busca ningún beneficio en la tierra. Aplicado a la vida de los pueblos, esto significa lo siguiente: los pueblos buscan en vano eso que llaman las virtudes nacionales, más dudosas aun que las individuales. Por eso odio las naciones y los estados nacionales".

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