Estudios del malestar
El
catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, José Luis
Pardo, cuenta en el ensayo Estudios del malestar (Anagrama,
2016), que Duchamp envió la Fuente al
galerista A. Stieglitz para ser exhibida en el 291 de la Quinta Avenida de
Nueva York, como parte de una emulación del Salón de los independientes
parisino. Era 1917. Año revolucionario. Como no habría comité de selección,
nadie haría curaduría ni criba. La Fuente (un
urinario, lo más seguro usado) llegó con la firma de un tal Richard Mutt,
proveniente de Filadelfia. Stieglitz rechazó "la obra" urológica.
Duchamp montó en cólera y abandonó la Sociedad de Artistas Independientes. Este
acto revela cómo la Idea tiende a irrigar todos los espacios sociales con su
vesania destructiva. Las vanguardias están inscritas en la noción filosófica de
la Historia. Y en consecuencia, actúan. Dice
Pardo: "La Fuente es una pedrada lanzada
desde ese nuevo mundo posmoderno por sus avanzadillas revolucionarias contra el
escaparate de la modernidad para romper el cristal del Arte, la distancia estética,
que es también diferencia social y división política". He aquí la
afinidad. Los vínculos de las vanguardias con el infantilismo y los
totalitarismos han sido expuestos en Inmadurez (Siruela),
de Francesco Cataluccio. El profesor madrileño, en uno de los capítulos, se
pasea por aquella anécdota artística para dar
cuenta del tejido que hace posible la conformación del malestar que sintomáticamente
exhiben las sociedades contemporáneas.
Con
una claridad que hace sentir al lector tan inteligente como el propio autor,
Pardo narra, cuenta, expone, desarrolla con un humor finísimo e ironía risueña,
cómo la Idea de una filosofía de la Historia ha confeccionado el pensamiento
que —hasta abdicar de la capacidad crítica— signa a una buena parte de la
sociedad occidental desde hace más de un siglo y amenaza con seguir espantando
el sentido común. Como ha señalado Iván de la Nuez, para que el fantasma
recorriera Europa primero ha debido fallecer su encarnación. Digamos que en
1989 se firma su acta de defunción. Entonces, ahora sí se pasea el espectro halándole
los pies a las democracias liberales que, entrampadas en la tolerancia, que han considerado una virtud,
permiten que aparezca y ronde agitando cadenas lo que las matará de un susto:
la revolución y su sede intelectual, el comunismo. Y quien está debajo de la sábana
con dos agujeros por ojos, su universal-concreto: el comunista revolucionario.
El
compromiso contra Beyoncé
Cabriola
discursiva. Trepolina retórica. Subterfugio bellaco de quienes quieren
destruirlo todo por quién sabe cuál nimiedad pueril y autobiográfica: el
comunismo viene a formalizar el resentimiento de superioridad moral en proyecto
y sentido para la vida y el mundo. El militante comunista está en un nivel
suprahumano —o al menos eso es lo que
cree— siempre apuntando a un horizonte que escapa a la mirada miope de los
arrodillados, genuflexos morales rendidos al consumismo, a las vanidades del
mercado, al réprobo confort material, a la pantomima de libertad, al teatro del
parlamentarismo, a la puesta en escena de los pactos democráticos (esos que
desmienten la lucha de clases). El comunista ha descubierto el sentido de la
Historia y participa de ella. Un comunista no tiene horas libres,
esparcimiento, relajación, no, nunca, su ser es Historia, y esta acontece. Está comprometido. De esta manera, un
pobre diablo que reparte volantes a la salida del metro con proclamas
incendiarias del siglo antepasado, estará en el tren del devenir y no en el que
traslada a una población a sus lugares de trabajo y lleva audífonos y escucha a
Beyoncé. No es poca cosa. Este impulso redentor ya ha dejado unos cien millones
de cadáveres regados por el mundo. Y contando. El comunista no se entretiene.
Hace la guerra, se subleva, incluso si ya tiene el poder actúa como si no lo
tuviese del todo, porque el poder no tiene límites (o como escribió Eugenio Trías
en Meditación sobre el poder, cuando se
identifica con el dominio, aquel es impotencia, hasta en la más cruda de las
acepciones). Pardo da cuenta de Foucault, Schmitt, Laclau, Sócrates, Badiou —"alma
bella" del comunismo al que no le salpicó ni una gota de sudor camboyana— Hegel,
Marx, Kant, el estrábico espiritual de Sartre, el noble y sensato Camus, y de
pancartas y banderías de grupos que una y otra vez quieren revolucionarlo todo,
"que pase algo, pronto", poniendo en evidencia que una vez derrotados,
muchos comunistas y "compañeros de viaje del Partido", se
apertrecharon en las universidades como esperando, solapados, a que la burricie
expresara su malestar.
Y
el propio comunista —intelectual preclaro al que se le ha revelado la verdad
ulterior o militante gaznápiro irreductible que lucha por la causa sin
enredarse en Hegel, Marx o Lenin— se ha distanciado del charco de sangre,
contenido y consecuencia de la Idea. De esta manera se trepa y repta —anagrama
ideológico— a un pedestal moral artificial que ninguna fosa común hace
tambalear. Revolucionariamente, esa distancia contra la que el malestar social ha luchado para desaparecer del
mundo, el comunista intelectual —ese que distingue la forma sobre la utilidad— la
hace para sí inquebrantable. Los hechos no tienen nada que ver con su hambre y
sed de justicia. Así de noble es el comunista. ¡Hablemos de lo importante, de
lo trascendente, de la justicia, la libertad, la soberanía, la patria, la
hermandad de los pueblos! De cualquier chapucería histórica. El reguero de
cuerpos inertes que ha quedado a su alrededor es el costo de un proceso histórico
que está más allá de ellos, de la contingencia de la carne, por eso un
revolucionario se dice a sí mismo que él no es él, él es legión, es otro, es
multitud, y la multitud coherente, es él. Si no fuese por los cadáveres
desparramados, sería hilarante. Es como una orgía ideológica.
La
obra de baño
La
distancia, esa que todo revolucionario quiere hacer desaparecer pero que
mantiene para su credo, es lo que deja en evidencia el gatuperio comunista.
Porque, como dice Pardo, aquel urinario era un misil que pretendía desaparecer,
no las diferencias entre lo que es arte y no-arte, sino la diferencia misma, es
decir, eliminar el Arte. Así como la revolución pretende hacer desaparecer la
distancia entre el pueblo y sus representantes, convirtiendo a cada individuo
en Estado, haciendo desaparecer al individuo. Vaya, y estar dispuesto a morir
por ello. Que es lo mismo que estar dispuesto a matar por ello (compromiso).
Pero, como la Historia tiene pliegues —gracias a Dios—, quien está atento a las
pillerías y trapisondas de estos menesterosos energúmenos, puede ver entre las
costuras el relleno, las tripas indigestas de la Idea por donde se revela su único
objetivo, como bien señala ese otro matarife, Leon Trotski: "poner el
mundo del revés". Duchamp, luego del desaire neoyorkino, y del berrinche
infantil, al parecer no pidió de vuelta su "obra", bien sabía que
solo era un urinario.
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