Inmadurez
Madurar
significa cobrar conciencia de la necesidad,
saber lo que se quiere y
prepararse a pagar el precio que ello exige.
El que fracasa es porque no sabe
lo que quiere o porque le repugna el precio.
W. H. Auden
I
Erudición.
Lectura varia, docta y bien aprovechada, es la tercera acepción del Diccionario
de la Real Academia Española. Y es justa la palabra que define al filósofo y
editor italiano Francesco M. Cataluccio. Las páginas de Inmadurez
(Siruela, 2006) son un ejercicio de saber, comprensión, memoria y habilidad
para encontrar rutas que se entrecruzan una y otra vez como si el camino fuese
la suma de múltiples encrucijadas. Este es el trabajo de un lector. Y es la
lectura de un editor.
Inmadurez es un libro que recorre en el tiempo
la noción de niñez. No es un tratado histórico del fenómeno del infantilismo en
la cultura occidental —aunque esta lectura es posible—, es mucho más que una
simple exposición de un fenómeno que tomó al siglo XX por completo y promete
quedarse en este recién estrenado siglo XXI en nuestra sociedades. En realidad
no es un recorrido, es una reconstrucción de los cambios de paradigma con
respecto al fenómeno de la infancia, y cómo esos cambios han desembocado en lo
que considera el autor una "enfermedad de nuestro tiempo". Para ello,
Cataluccio reflexiona a partir de distintas disciplinas del saber sobre la
conformación del parvulario en el que se ha convertido la sociedad occidental,
y a medida que se avanza en la lectura, va creando una red de significaciones
que se retroalimentan constantemente y permite una lectura [no sé si de manera
deliberada] lúdica.
"En
infinitos hombres, cultos o incultos, la actitud de juego ante la vida, que es
propia del niño, se torna permanente. La permanente pubertad se distingue por
una falta de dignidad personal, de respeto hacia los demás y hacia las
opiniones de los demás, por una excesiva concentración en la personalidad de
uno mismo. El universal debilitamiento del juicio y de la crítica crea un terreno
propicio a esta situación. La masa se halla perfectamente a sus anchas en un
estado de semilibre exaltación. Es un estado que, merced a la liberación de las
inhibiciones que tienen su origen en una profunda convicción moral, puede, de
un momento a otro, volverse peligrosísimo"; cita Cataluccio al historiador
holandés Johan Huizinga de su obra La crisis de la
civilización occidental y comienza un paseo por el bosque cultural
que hizo posible que la niñez y la juventud se erigieran como virtudes.
Desde
las mejoras económicas que procuraron un cambio en las estructuras familiares
que devino, a su vez, en un cambio de relación entre padres e hijos; los avances
en salud y bienestar que prolongaron los años de vida y por lo tanto de la
juventud; la mirada griega sobre la niñez como un defecto del alma y la
exaltación de la adultez como contrarias al paradigma moderno que ha invertido
la apreciación; el estudio de la pintura en el siglo XV, en la que los niños no
son seres autónomos del mundo adulto y sus rasgos pictóricos lo señalan; el
monoteísmo como exigencia que supera la voluntad del hombre que recién ha
dejado atrás la lúdica relación con el paganismo, y la llegada del cristianismo
como "la religión del Hijo" inclinando la balanza hacia el Jesús niño
y no hacia el hombre crucificado; las guerras mundiales que dejaron a un
continente convertido en orfanato sin referentes paternales; estas y otras
instancias, las enmarca (aunque el lector sienta una intención de desarrollo
contenida) Cataluccio para advertir la decadencia del mundo occidental y
señalar el peligro del que quizás hablaba Huizinga en la primera mitad del
siglo XX: los totalitarismos.
El
libro está organizado como si se tratara de un glosario. Cada entrada echará
mano del bagaje cultural del autor. Filósofos, psicólogos, antropólogos,
sociólogos, teólogos, novelistas, películas, poemas, canciones, partituras,
óperas, son el material con el que Cataluccio irá dibujando un mapa de la
niñez, ya no como condición biológica, sino como una aptitud cultural. Así, la
desaparición de la adultez y la emergencia de la niñez en nuestras sociedades
modernas será una y otra vez el denominador común de cada apartado. Cataluccio
como lector es solo superado por el Cataluccio editor, en tanto que enmarca las
lecturas que ha hecho, la música que ha escuchado, las pinturas que ha visto, y
como señala Jaume Vallcorba —editor donde los haya— ese "marco dirige
nuestra mirada hacia su interior: subraya, acentúa, estructura. Elimina todo lo
superfluo y profundiza en lo esencial, dándole relieve y contorno”. Inmadurez le da entonces, marco a un paisaje nada
prometedor: la visión de la niñez que ha hecho posible un mundo moderno en el
que "la disminución de la autoridad paterna (...) no es una liberación del
joven, sino una caída en tiranías", palabras del filósofo italiano Elémire
Zolla.
II
Francesco
Cataluccio conoce la vida y obra de James Barrie, y la conoce bien porque ha
sido el editor que por vez primera publicara en italiano los escritos del
escocés. Peter Pan es uno de los personajes al que le dedica más páginas en Inmadurez, así como a su creador y la relación de
este con los hijos del matrimonio Sylvia du Maurier y Arhur Llewelyn Davies, y
los cinco niños que adoptaría Barrie a la muerte de sus padres y en los que se
inspira para crear a su eterno niño volador. Cataluccio desmonta la edulcorada
mirada que pesa sobre Peter Pan. Se remonta a la mitología griega y señala los
vínculos con el dios Pan, hijo de Hermes y de una ninfa que lo abandona al
nacer. Dato significativo este. Peter Pan contiene, ya en su nombre, el
abandono primario. Pan es humano del torso hacia arriba y una cabra por debajo,
dice el propio Barrie "Peter Pan al comienzo iba montado en una
cabra", y lo dibuja Arthur Rackhman en Peter Pan in
Kensington Gardens (1906). Peter Pan es "una nostálgica
añoranza de la dulce irracionalidad de la infancia y de un universo construido
con arreglo a leyes propias". Peter Pan, cuando ve crecer a los niños,
"reduce su número", porque crecer va contra las reglas. El infierno
está servido.
Cataluccio
también ha sido el editor del escritor polaco Witold Gombrowicz, autor de Ferdydurke, una novela en la que un hombre de
treinta años se ve de pronto regresado a la niñez y descubre que quizás esta
"condición" no sea tan desagradable. Comenta que "el autor ataca
todo lo que contribuye a convertir a los adultos en monigotes ridículos. El
hombre-masa, prisionero de mitos y de los prejuicios nacionalistas e
infantilizado por la «modernidad», es la encarnación de la inmadurez". A
las vísperas de la Segunda Guerra Mundial, Gombrowicz pudo ver años antes la
enfermedad del infantilismo conformándose alrededor de Hitler: "en un
mundo que se está haciendo pedazos, [la inmadurez] parece ser un refugio, una
nueva y grotesca identidad". La figura de una autoridad que impone orden y
a la que se puede endilgar las decisiones suple la ausencia paterna inmediata.
No
es casual entonces que Cataluccio haga referencia al período de entreguerras,
en el que centenares de miles de soldados que fallecieron en la Primera Guerra
Mundial, dejaron huérfanos a la misma cantidad de niños, jóvenes que tuvieron
que enfrentarse a la vida sin el apoyo paterno. Quienes fueron a la Primera
Guerra Mundial y sobrevivieron, transformaron la nostalgia mítica en la
experiencia del frente de batalla, las trincheras "sustituyen al antiguo
mundo de la aldea y del campo", dice Finkielkraut citado por Cataluccio.
Las sangrientas batallas solo han podido realizarse porque "los jóvenes no
piensan en el porvenir, no experimentan fácilmente piedad, saben ser feroces y
divertirse" cita el autor a Jules Romains, y señala que las devastaciones
que vendrían años después ya estaban incubadas en esa generación que inaugura
la inmadurez masiva. Niños soldados. La horda, la pandilla, es la nueva
creadora de vínculos, la aglomeración de entusiasmos en torno a los usos
tecnológicos —que no avanzan a la par de la moral— y la idea de progreso,
hicieron que los inmaduros nostálgicos "hallaran en los dictadores
modernos unos jefes-padres".
En
Inmadurez, cada apartado es un circuito
independiente que a su vez se expande en otros apartados, de esta forma, los
escritos de Bruno Schulz —de quien también ha sido editor Cataluccio—
emparientan su apología de la figura del padre con Kafka —a quien el autor
dedica unas páginas para comentar aquella carta al padre nunca enviada—, quien
por cierto es traducido al polaco por este escritor y pintor cuya vida
terminaría en las manos de un nazi al que le encantaban sus dibujos. Schulz
leyó Ferdydurke con asombro y pensaba que
Gombrowicz había llegado más hondo que Freud en el estudio del hombre; del
Principito a la Razón Occidental desvalorizada; de la Lolita de Nabokov a la
niñas que hechizaban a Lewis Carrol; del dadaísmo y otras vanguardias se llega con
la fluidez erudita de Cataluccio hasta las diferencias de una sociedad que ha
cambiado la bicicleta (la madurez) por el automóvil (inmadurez en la que los
conductores "pierden la cabeza") porque "pedalear madura al
ciclista, lo hace consciente del espacio que atraviesa y del lugar en el que
está"; de Mussolini, Hitler y Stalin a "los sueños de liberación de
una juventud antaño oprimida y ávida de cambios [que] siempre han conducido a
dictaduras y a sistemas represivos paramilitares". Como escribe Louise
Glück, "la felicidad atrae a las Furias".
Inmadurez es el libro de un lector y editor
atento, paciente, sosegado, que ha diagnosticado una enfermedad que condena a
las sociedades modernas, la puerilidad, el infantilismo: no querer asumir las
responsabilidades de sus propias decisiones, insistir obstinadamente —como un
niño— en que sus actos no tienen resultados, tejiendo el saber de las
expresiones culturales para verle el reverso a la sociedad como si se tratara
del envés de una alfombra, la madeja de hilos entrecruzados que constituyen el
espíritu de los tiempos. Y sus consecuencias: "Kundera replantea el tema
del infantilismo descrito por Witold Gombrowicz, opinando que todo sistema
totalitario es una máquina que infantiliza a los adultos. Lo que se propone al
pueblo es que olvide la libertad, la propia individualidad, convertirse en
niños, dejar de ocuparse de las grandes cuestiones políticas. La satisfacción
de las necesidades materiales a cambio del sacrificio de la libertad. Y en
efecto, esos regímenes se han desmoronado cuando ya no han sido capaces de
garantizar ni siquiera los bienes materiales". Muchos insisten, aunque se
desmoronen, en que hay que "reducir en número" a quienes estén fuera
de "las reglas propias" y comiencen a crecer, como siempre hizo Peter
Pan.
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