Koba el temible


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En Koba el temible. La risa y los veinte millones (Anagrama 2004, Quinteto, 2006) el escritor británico Martin Amis hace un intento por comprender cómo su padre, Kingsley Amis, también escritor, pudo apoyar la abominación comunista aun cuando las pruebas del matadero en que se convirtió la Unión Soviética estaban a la vista. Este libro inclasificable, escrito desde las entrañas de un hijo que con la precisión de un cirujano rasga el alma del hombre que lo engendró, para darse una respuesta imposible que nunca corresponderá al infierno rojo instaurado por Stalin, es la construcción de unas memorias en las que el recuerdo se empaña del horror, un reportaje en el que la impudicia, la vulgaridad, el odio más ruin y detestable se hace testimonio, un ensayo en el que la abyección, la brutalidad y el salvajismo se concretan desde que surge la benévola idea de un mundo mejor.

Pero no son solo unas memorias, un reportaje y un ensayo. Martin Amis compila un catálogo de las aberraciones de un sistema político cuyo fundamento y fin siempre ha sido el terror y la muerte. Y reflexiona sobre cada una con la lucidez de quien no puede aceptar que el Paraíso se construya sobre una montaña de cadáveres. Es también un alegato en contra de la intelectualidad que ha sido irresponsablemente indulgente con la matanza comunista. La llegada de Stalin al poder será la consecuencia lógica irremediable de quienes hicieron posible su apoteosis: Lenin y Trotsky. Tres ángeles de la muerte. La vida es muerte. Documentado hasta la náusea, la segunda parte de Koba el temible, exige la voluntad suficiente para sobreponerse a cada testimonio del horror: ¡cada página de este libro es un grito ahogado, un cementerio de letras! La vida ha perdido todo valor; el lector debe sujetarse a lo que ama para no desfallecer ante tanta muerte en nombre de la justicia, la libertad, la igualdad, la soberanía, cualquiera de estas chapucerías ideológicas.

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En 1937 hubo un censo en la URSS. Stalin esperaba que los resultados llegaran a 170 millones. La Oficina del Censo presentó otra cifra: 163 millones. Stalin no estuvo de acuerdo y mandó a fusilar a todos los censistas por "traidores que reducían la población de la URSS". Los hombres que eran el rostro del poder, los que cenaban con Stalin y veían películas de vaqueros en los cines privados del Kremlin, entregaron sangre propia a la revolución: la nuera de Jrushov, la mujer de Mólotov, de Kalinin, de Poskrébishev, los hijos de Mikoyán, terminarían en los gulag, muriendo de hambre, frío, enfermedad o fusilados. Amis insta a imaginar un día de trabajo en la mesa del despacho ante quien ordenó la desaparición de sus seres queridos. Es un ejercicio imposible. La mujer de Bujarín, Anna Lárina fue condenada por más de tres lustros en campos de trabajos forzados, soportando las inclementes bajas temperaturas (una de las armas con que contó el comunismo estalinista) y donde se encontraría con incontables familiares de funcionarios del régimen soviético sometidos a las torturas más despiadadas por ser considerados "enemigos del pueblo". Quien fuera en algún momento ministro de justicia, Krylenko, fiscal en el juicio contra los socialistas revolucionarios, decía que el derecho era hipócrita; en 1938 Stalin firmó una lista de 138 nombres, y mandó a fusilarlos a todos, Krylenko era uno de esos nombres; Amis pregunta "¿No querías que no hubiera hipocresía?" La denuncia se consideró un acto de lealtad revolucionaria, sobre todo durante la Colectivización; se sabe que se incitaba a que los campesinos pobres denunciaran a los más ricos, solo hacía falta escribir una carta sin firmarla porque ese era "el sagrado deber de todo bolchevique"; de esta manera se evidenciaba para Amis la quintaesencia del comunismo: "se fomentaba lo más abyecto de la naturaleza humana y seleccionaba de abajo a arriba"; y comenzó otro episodio de espanto: se denunciaba para que otro no denunciara antes, se denunciaba por no haber denunciado lo suficiente, se denunciaba por no haber denunciado, "un solo comunista denunció a 230 personas", decía Volkogónov: "Quién iba a imaginar que hubiera tantos ‘espías, saboteadores y terroristas’. Era casi como si, en vez de vivir ellos entre nosotros, nosotros viviéramos entre ellos".

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"El terror es un medio poderoso de hacer política y hay que ser un hipócrita para no comprenderlo", decía Trostky. "La muerte soluciona todos los problemas. No hay hombre, no hay problema", decía Stalin. Ambas  frases conjugan un programa de gobierno. Ambas frases han convertido el mundo en un absurdo, en una cámara de tortura. Martin Amis intenta dar cuenta de cómo la carnicería comunista puede incitar la risa, cómo se puede seguir conjurando los preceptos socialistas y comunistas obviando la inhumanidad que conllevan, cómo la matanza leninista, trostkista, stalinista, bolchevique, —llámese como quiera— puede producir risa. Se dice "camarada", "un saludo revolucionario" [nunca supe de qué se trata tal saludo] desconociendo que esas palabras están vinculadas esencialmente a la fosa común de una ideología asesina que los soviets concretaron a la perfección. La perfección negativa señala Amis, la muerte. Así llega a una conclusión inequívoca, que despierta la sensibilidad necesaria para comprender que estos procesos revolucionarios responden, nacen o se alimentan de instancias fisiológicas y de ahí la mueca que desfigura el rostro humano mostrando el salvajismo y la barbarie a la que conducen estos regímenes: "La risa nunca se irá de la farsa negra del bolchevismo; la risa nunca se besará la yema de los dedos para decirnos adiós. Ahora sabemos ya la clase de risa que oímos; la oímos cuando presenciamos la aparición de la sordera moral". Amén.

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