Pasión del dios que quiso ser hombre
"Yo no discuto sobre él ni creo
en él, pero no me he olvidado de él". Sinceridad, inquietud genuina de
quien ha crecido en la cultura cristiana (¿quien no, si ha nacido en
Occidente?) y no practica la ritualidad de la creencia. Indagación sobre sí
mismo ante el misterio reconocido. Saber que Cristo lo ha acompañado toda su
vida, la presencia de un dios que encarna, y la pregunta a la que intenta dar
respuesta: ¿qué quiso? Rafael Argullol, filósofo español, profesor de estética,
narrador, ensayista, un pensador cuya hondura y claridad conceptual sobre las
cosas del mundo y del hombre da como resultado textos que apuntan al
reconocimiento de belleza, se adentra en la muerte de quien vino al mundo a
cambiarlo por siempre, y quizá lo que hizo fue cambiar su solitaria naturaleza
divina por una solitaria naturaleza humana.
Pasión
del dios que quiso ser hombre (Acantilado, 2014) es otra muestra de
la lucidez al servicio del saber, del asombro ante la vida, de la sensibilidad
que hace posible el deslumbramiento ante la belleza. Este libro que se lee y se
construye como un tríptico en el sentido pictórico, es un evangelio íntimo.
Argullol narra en segunda persona (reto técnico y estilístico que pocos enfrentan,
y menos los que logran salir airosos) la vida y principalmente, la muerte de
Cristo. Y la aborda desde la perspectiva de la pintura, pero no analizando
cuadros y dando cuenta del contexto de su creación, escuela, autor, técnica,
sino dejando que sea una experiencia de los sentidos lo que permita acercarse a
Cristo despojado de abstracciones teologales, de discusiones filosóficas, de
fechas y datos históricos, de conceptos religiosos. Una primera parte
"Relato": un quinto evangelio (como le comentó un amigo al propio
Argullol), "Confesión" en la que da cuenta de su relación con Cristo
en tres instancias de su propia vida: una educación cristiana, una juventud
contraria y ahora una adultez preparada para acercarse a él desde una perspectiva
plástica y autobiográfica; y un cuadernillo: "La mentira de los artistas
dice la verdad", en el que las pinturas seleccionadas narran en imágenes
la historia que ha contado al comienzo.
Para Argullol la vida de Cristo es la
de un dios que ha querido aprender a ser hombre. Se hace carne, y solo los
pintores son quienes han traído ese dios encarnado a la experiencia sensible y
se la han transmitido a los hombres comunes. Argullol da cuenta de este dios
que ha planificado su vida hasta el último detalle. Un dios que ha escogido
nacer de una adolescente que abruptamente se hace mujer y atesorará a su hijo
que es un dios y al que desde su anunciación hasta su muerte cuidará, vigilará,
velará y sufrirá incondicionalmente por él; un padre, carpintero que
"sufre en silencio, como hacen los buenos hombres"; María Magdalena,
quien lo amará de una manera que la desborda; Juan, el joven apóstol por quien
siente una especial ternura; Judas, el traidor quien ama y es amado por el
traicionado; Pilato quien le preguntará "¿Qué es la verdad?" y solo
esperará silencio como respuesta. Y todos esos momentos precisos de la historia
de este dios que quiere sentir la carne hasta confundir su cualidad divina con
la humana, serán retratados por el pincel de algún artista, algunos de tantos
que en no menos de mil años lo siguieron y nunca lo abandonaron. Como el propio
Argullol.
Este evangelio privado rebosa belleza,
duda sin escepticismo, contagia dolor y sufrimiento. Un intento por dar
respuesta (ya sabida, como el propio conocimiento del fin que este dios ha
escogido deliberadamente para sí) a lo que no tiene. Pero ese propio tránsito
hacia una verdad que por más cercana que se sienta es huidiza e inalcanzable,
deja rastros, una estela que ya por sí misma maravilla a quien la persigue. Argullol
invierte la noción común de un dios-hombre que asciende a los cielos, y se
inclina por la dirección contraria, la de un dios que desciende al hombre. Y no
solo por amor a la humanidad, una etérea abstracción, sino para amar a unos
cuantos que están al alcance de los sentidos. La piel, el aroma, el abrazo
maternal, los cabellos dorados de la mujer que lo llora con su cadáver entre
brazos, la amistad de quienes dejaron todo por seguirlo, el pan y el vino hecho
su propia carne y sangre, las traiciones y las ruindades de aquellos a los que
ha venido a amar: este dios ha querido sentir hasta sus últimas consecuencias
lo que es ser hombre, así que ha debido sufrir lo indecible, el dolor del
látigo abriendo surcos en la piel, la injusticia del castigo, el improperio, la
calumnia, y las vejaciones de quienes han debido amarlo y solo se regodearon en
su desgracia: "Es una lección definitiva en el curso de tu aprendizaje.
Hace sólo cuatro días ese mismo pueblo te vitoreó durante tu entrada triunfal
en Jerusalén, montado en el ridículo pollino. Te ofreció palmas de victoria.
Ahora reclama tu muerte, y prefiere que se libere a un criminal, Barrabás,
antes de dejarte escapar. El populacho, sumiso y adulador en la calma, es en la
tormenta la ola desatada de las peores pasiones. El gobernador sólo oye un
grito de la multitud: «¡Crucifícalo, crucifícalo!».
El dios sensual de Argullol es una
contradicción que se resuelve en su empeño por dejar de ser divino, y en ese
empeño la soledad lo rapta, y luego de su muerte, su cadáver siendo bajado de
la cruz, recibido por quienes lo amaron más allá del llanto y la fe, se
pregunta si no pudo amarlos más, si no pudo haberle dado más amor a su madre, a
Magdalena quien se desvivía por él, a sus apóstoles que lo siguieron aun después
de su resurrección y a costa de sus propias vidas, y es quizás ahí donde reside
la culminación de esta indagación sobre Jesús [al que nombro yo y no Argullol,
quien escribe dios con la minúscula más humilde de quien tampoco ha podido
responder a la pregunta de Pilatos por la verdad] y una indagación sobre la
propia fe y una forma de leer la vida de un monstruo (por lo maravilloso) que
no pudo conjugar su dualidad y desbordó sufrimiento en el intento: divinidad y
humanidad. Que solo los pintores pudieron conciliar, encarnar en los lienzos.
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