La piedra de la paciencia


El hombre yace en un colchón rojo sobre el suelo. Está en una habitación vacía. Arriba de él, su foto, la de un hombre que aparece como conteniendo la risa. Quizá, el gesto que señala la soberbia de quien empuña un fusil en nombre de una instancia que lo trasciende. Esa soberbia delata el desprecio por la vida. El revés de la Fe. En nombre de Alá este hombre se fue a librar la Guerra Santa. Ahora yace con la mirada perdida, ausente, vacía. Su bella mujer lo atiende. Le vierte agua con sal y azúcar en el recipiente que conduce a sus venas el líquido que le mantiene alimentado. También, le deja caer regularmente algunas lágrimas artificiales en los ojos desprovistos de mirada.

Mientras, la mujer habla. A nadie. A él. A su hombre. A sí misma. Porque solo así, en ese estado de postración, inmóvil, inconsciente —y por lo tanto inofensivo— con una bala alojada en la nuca y todavía vivo, respirando, ella puede contar, vaciarse de palabras, decir lo que nunca ha podido expresar. Ahí, día a día, en una geografía signada por la guerra, por las metrallas, por la muerte y por Alá, ella cuida de su hombre. Un hombre que la desconoce. Un hombre que nunca pudo amar porque más quiso la guerra que a su mujer. A cualquier mujer.

Novela intensa. De estilo sucinto, contenido, apocado y lírico, La piedra de la paciencia (Siruela, 2009), del afgano asentado en París desde hace más de dos décadas, Atiq Rahimi, es la mismísima sangue sabur hecha letra, página, libro. En la mitología persa es una piedra mágica a la que se le cuenta aquello que no nos atrevemos a relatar a los demás; esa piedra va llenándose a la par que su confesor va vaciándose hasta que aquella revienta y éste se libera. La mujer ha tomado a su hombre inerte como su propia sangue sabur, y en la medida que lo atiende va contándole quién es ella, cómo ha sufrido la furia irracional y desalmada de quienes dicen llevar la palabra de Alá y de Mahoma su profeta en la punta de los fusiles, en los puños apretados de odio por el mundo.

Esa mujer irá contando su propia vida —como si fuese una Sherezada del envés que narra para morir y no para posponer su muerte—, a ese barbudo que dedicó la suya a una guerra inacabable, lo que nunca se atrevió a decir: sus deseos, anhelos, secretos —los más ocultos, los más hirientes, los más íntimos, los más humillantes— recuerdos, afectos, sentimientos, lo que nunca podría decirle si él estuviese en plenitud de condiciones. La ira va abriéndose paso a través de la confesión; esa esposa y madre de dos niñas, agitará su alma hasta revelar lo que nunca creyó revelaría. En medio de la guerra afgana, de los bandos enfrentados, esta mujer tendrá el coraje de reclamar para sí la dignidad negada por una cultura huérfana de libertad para la cual la mujer es menos que un animal de carga.

La vida de esta hermosa y angustiada mujer, desde que el hombre es solo un cuerpo inerte, se desenvuelve en el tiempo de la respiración, del rezo del Corán, y las cuentas del rosario. Ni siquiera el tiempo le sucede, sino que se registra en las vueltas que una y otra vez le da a las cuencas y su marido aspira y espira una y otra vez. Los acontecimientos llevan el tiempo de esas tres instancias, tanto dentro como fuera de casa. Y es que mientras ella desovilla su rabia ante ese hombre, otros afuera, se dan muerte implacablemente. Ella arrostra ante quien la violenta sus calamidades, tristezas e infortunios, mientras otros con un entusiasmo enloquecido se gritan con balas la fe. Es como si no hubiese un comienzo, como si lo que sucede más allá de las paredes de esa casa-celda en la que el miedo, el dolor, el sufrimiento y la locura incipiente se resguardan de otro miedo, dolor y sufrimiento del afuera, fuese una réplica de lo que sucede en las calles. Como si esos muros no protegiesen sino que delimitaran el escenario para la misma representación: violencia e ira. A veces se filtran algunos rayos de luz entre las cortinas de las ventanas como para aliviar la atmósfera claustrofóbica.


No habría guerra si detrás de esos muros hubiese amor (las niñas las ha dejado con una tía marginada y dada por muerta por la familia). Pero los hombres aman más los fusiles. Cuando eso sucede "Todo vuelve a estar oscuro. Durante mucho tiempo", dice el narrador con unas maneras cercanas al guion cinematográfico (como si hubiese escrito la novela mientras imaginaba la película), con el uso de un presente indicativo que transmite una inmediatez que trastoca al lector hasta impacientarlo, como si se cargase de la misma ira que va excitando a la mujer hasta que la piedra estalla liberándola y al mismo tiempo delatando la maldad de los hombres quienes con palabras de honor, lealtad, orgullo, respeto, solapan una profunda e irreconciliable inquina a la vida. Atiq Rahimi ha escrito una elegía conmovedora para dar cuenta de que la belleza a veces logra escapar de la muerte, ese lugar donde no hay libertad.

Comentarios

Entradas populares