Yugoslavia, mi tierra
El
odio heredado hace que los pueblos construyan su propio infierno
"Hasta
la gente más normal se volvió loca". Dice el escritor esloveno, nacido en
Liubliana, Goram Vojnović, en una entrevista para el diario La Razón, de España. Lo que ha conducido a gente
común a sentir un impulso violento hasta convertir a sus vecinos en cenizas, es
el llamado a conformar una nación propia. Lo que a brazo fuerte fue la República
Federal de Yugoslavia, apretada por el puño del bon
vivant del comunismo, Josip Broz Tito, se
desparramó como sangre entre los dedos cuando en los años 90 se desmoronó uno
de los territorios soñados por la zahúrda roja.
En
Yugoslavia, mi tierra (Libros del Asteroide,
2017), el autor Vojnović, narra desde la perspectiva de Vladan Borojević, el
desmembramiento de una nación, para dar paso a la disgregación de pequeñas
naciones que, en el proceso, dejaron fosas comunes por doquier y un historial
de crímenes de guerra que aún no se archivan. Vladan es un joven esloveno que
un día, luego de dieciséis años, navegando por internet, descubre que su padre
no murió durante el conflicto armado, sino que sigue vivo, escondido, huyendo,
porque ha sido acusado de haber cometido crímenes contra la humanidad. El
oficial Nedeljko Borojević arrasó con el pueblo de Višnjići, cerca de Vukobar.
El padre de Vladan, aquel 13 de noviembre de 1991, siendo parte del Tercer
Cuerpo del Ejército Popular de Yugoslavia, asaltó e incendió la localidad donde
vivían treinta y cuatro aldeanos desarmados. Niños, mujeres y ancianos fueron
enterrados en el bosque.
Ante
tal descubrimiento Vladan emprende el viaje en busca de su padre, en un auto
destartalado, a través de un territorio fragmentado por el atomismo
nacionalista. Es como una pesadilla dentro de otra: el nacionalismo yugoslavo
intentando mantener la cohesión de pueblos que se odian entre sí y cuya
convivencia fue un artificio de las ideologías del siglo XX. Eslovenia,
Croacia, Vojvodina, Bosnia y Hercegovina, Serbia, Montenegro, Kosovo,
Macedonia. En el recorrido, Vladan no solo se desplaza en la geografía sino que
lo hace —con igual dureza y dramatismo— en los territorios dolorosos de la
memoria.
La
narración alterna el paso entre los recién estrenados países (con sus
controles, alcabalas, desinterés, desidia, odios enquistados y heredados, y en
algunos casos con yugostalgia) con los
rincones de la memoria de la infancia. En esos rincones la figura del padre
amoroso, que le compraba cada tanto muñecos de He-man y cantaba borracho junto
a un amigo, el coronel Emir Muzirovic, en las noches de alegría cuando lo
visitaban en casa, contrasta con el padre que ahora, en el presente revivido,
lleva otro nombre y escapa de la justicia y de su propio hijo y amada,
resignada y quebrada esposa. Y lo busca para poder hacerle frente a un pasado
del que poco entiende. Y en realidad no sabe lo que hará una vez lo tenga en
frente.
Qué
decirle a un padre que se fue, abandonando a su familia a su suerte, a luchar
en un conflicto que en principio estaba perdido, y reencontrarlo a sabiendas
que hizo monstruosidades a razón de una ideario tan abyecto como sus propios
fundamentos u odios heredados de atrocidades pasadas. La infancia de Vladan se
va descubriendo como correlato de una identidad frágil que, de un momento a
otro, terminó por resquebrajarse. Y en esa fractura, el horror. Y en esa
fractura, las puertas abiertas para que los hombres desenfundasen la barbarie
sometida y mitigada por siglos de civilización. Dice el narrador y
protagonista: "Quizás la idea que dio lugar al último de los genocidios en
esta región fue planificada con sangre fría y ejecutada con una precisión
monstruosa, pero es en la acción misma donde aparece ese imprescindible
elemento emocional (...) Para mí, la imagen de los sanguinarios balcánicos
tiene ese componente emocional. No me los imagino como unos fríos y desalmados
ejecutores de órdenes ajenas. No, en mis pesadillas, esos hombres son una
pandilla de amigos borrachos que mientras torturan a los prisioneros se «aligeran»
entonando las mismas canciones hermosísimas que han cantado sus víctimas en
cortejos y bodas porque son canciones que siempre hablan de amor (...) «Quien
canta no piensa mal» dice el refrán, y eso debieron pensar aquellos
adolescentes vestidos de uniforme mientras degollaban a sus víctimas y escondían
sus cuerpos en las cuevas cársticas, para abrazarse después del «trabajo» hecho
y besarse unos a otros en señal de amistad (...) El infantilismo balcánico".
Con
crudeza y sinceridad, se conforma una narración genuina sobre la incertidumbre
de la memoria y de su contrario: la certidumbre de los hechos. Vojnović crea
unos personajes de rostros y almas arrugadas, cuyos surcos son el vestigio de
expresiones y emociones constantes que se incrustaron en la piel. La madre de
Vladan, Duša Podlogar, quien enamorada huyó de casa y de su propio padre a los
brazos de un soldado del ejército, se vio luego en la difícil tarea de entender
que su marido no regresaría nunca, que el hogar donde vieron crecer a Vladan,
frente al Mar Adriático en Pula, también se había hecho pedazos cuando en 1991
el ahora oficial del Ejército Popular se fue a combatir la barbarie con más
barbarie. Ahora su hijo le pide que le cuente dónde está su padre. Ahora el
hijo reconstruye su infancia desde la perspectiva del abandono y el
descubrimiento de que su padre es un criminal de guerra, un asesino brutal,
uniformado. La memoria de la infancia, hecha de fragmentos y piezas sueltas,
parece entonces encontrar un hilo conductor que la reconstruya aun cuando las
grietas sean visibles y dejen pasar los aires de la vergüenza.
Esta
telemaquia balcánica, es una novela conmovedora, de un ritmo sosegado, con
trazas de un humor triste, en la que un
hijo busca a su padre para verle a los ojos, intentar ver en ellos (y en el
recuerdo de aquel quien al teléfono lo llamaba a la habitación de un hotel
donde lo había dejado junto a una madre abnegada, para irse a la guerra) algún
fragmento de sí mismo, algún afecto que esté por encima —o por debajo, quién lo
sabrá— del asesinato de treinta cuatro aldeanos desarmados, enterrados en una
fosa común en el bosque cercano al pueblo donde se cometió la matanza.
Ver
a los ojos a un hombre cualquiera enloquecido por la furia ante una nación que
se cae a pedazos, capaz de cualquier ruindad, y ese hombre sea tu padre. Estos
infiernos están a la vuelta de la esquina, surgen, emergen de pronto y solo
luego se ve con cierta perplejidad que comenzaron a arder frente a las narices
de todos. Como se anota en el colofón de esta historia, una cita de Esquilo:
"La voz de un pueblo es peligrosa cuando está cargada de ira".
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