Los peces no cierran los ojos



La obra del escritor italiano Erri de Luca es una de las creaciones literarias más singulares de la actualidad. La palabra, la emoción, el mar, la luz, los peces, la niñez, la arena, la guerra, el amor, la tristeza, los cuerpos, la belleza. Todas nociones que una y otra vez emergen de las novelas breves del napolitano, pequeñas joyas que se resguardan en un cofre estilístico de sutileza, elegancia, delicada hondura, una que se asoma en la superficie para que el lector se asombre ante una imagen, una que se revela cercana a lo divino pero que surge de una conciencia orgánica de la palabra y el mundo, como si lo dado al hombre a través de los sentidos se configurara, se concretara, se expandiera y potenciara cuando se nombra. Son creaciones poéticas, líricas.

En Los peces no cierran los ojos (Booket, 2016), el escritor recuerda el verano de sus diez años en las playas de Nápoles. Es preciso en referirse a ese cumpleaños “…era una meta solemne, por primera vez se escribía la edad con doble cifra. La infancia acaba oficialmente cuando se añade el primer cero a los años”. Desde esa observación la narración se irá desarrollando hacia instancias más complejas en las que la relación del cuerpo con la naturaleza y con las personas signa el crecimiento, forja el carácter y descubre los sentimientos a este jovencito que hoy, hombre entrado en la sexta década de su vida, recuerda sin nostalgia, mas con extrañeza, aquel verano en el que su cuerpo anticipó el amor, el dolor y la justicia antes de que la palabra surgiera, antes de que el habla recreara, diera entidad ontológica a la vivencia.

Este niño introvertido tenía la afición de entregarse a la resolución de crucigramas, así que cuando iba a la playa junto a su dulce madre llevaba consigo libros con centenares de estos acertijos que lo retaban a concretar en palabras definiciones y que a su vez le permitieron ir conociendo el mundo de los adultos, tanto así que en muchas ocasiones sugería respuestas a interrogantes de sus familiares. Los crucigramas los resolvía en la medida de sus conocimientos y no iba a la página de las soluciones porque no quería llegar a la verdad saltándose a sí mismo; pasaba al otro de la misma manera con que asumió el paso del lápiz al bolígrafo cuando adelantó grado en el colegio de la ciudad: “Me quedé en la quietud escribiendo palabras entrecruzadas; no usaba lápiz, demasiado fácil borrar y corregir. El error debía permanecer, por lo tanto escribía con bolígrafo en busca del recorrido neto. Si fallaba, empezaba con otro esquema. Admitía conmigo mismo la facilidad del fallo.”

Que un hombre visite su niñez en el recuerdo para poder darse cuenta de cómo se va formando una gramática de los sentimientos que hacen de ella el primer tránsito hacia la adultez es, lo menos, conmovedor. Porque el escritor ve a ese niño como al lejano ser que fue y que ahora logra explicarse unos días de su vida en el que la mirada no le alcanzaba para asimilar su entorno: un padre asentado en la lejana Norte América en busca de la prosperidad porque esa era el destino durante la postguerra europea, una madre que no puede dejar Nápoles y está decidida a sacrificar su matrimonio por ello, y una recién estrenada libertad que el niño siente y vive en cada descubrimiento del entorno. Aún la dura experiencia del dolor. El dolor del cuerpo.

En aquellas visitas a la playa, en sus paseos como ayudante de algunos pescadores que para bien lo dejaban abordar los peñeros para ir a pescar, se cruza con una niña un par de años mayor. Esa niña es la primera imagen de la hermosura femenina que recuerda. Es el deslumbramiento ante una belleza que lo trasciende y que a su vez es finita, tiene cuerpo, voz, mirada, gestos, y una sensibilidad que lo acoge, protege y le muestra, en la puerilidad propia de la edad, la justicia contenida en la belleza y en una misericordia que luego comprenderá, adulto, no resarce ni redime: la justicia revolucionaria, la que quizás haya motivado a aquella niña de la que no recuerda el nombre, luego de varios años, a la lucha política. La que pide sangre.

El niño siente que con diez años ya es hombre pero está atrapado en un cuerpo que no responde a lo que siente, y desea que lo haga incluso forzándolo, violentándolo. Una riña con otros niños mayores que él por un par de años, lo acusará su cuerpo, y será entonces cuando el escritor da cuenta de cómo la aprehensión del mundo se ajusta en armonía con los sentidos y el lenguaje. No es una novela de aprendizaje. Es el aprendizaje del mundo narrado en su despertar, en el deslumbramiento original, en el momento en que se tiene conciencia de la vivencia. Cuando se ama sin que aún el deseo exija piel; por eso el niño besa sin cerrar los ojos.


En otras notas he señalado que el lenguaje en De Luca es anterior a la fractura, al quiebre entre lo nombrado, el signo y el mundo. En la obra de este alpinista (una afición del autor que no está en pugna con el oficio de escribir sino que lo complementa) hay una presencia real en los términos ensayados por George Steiner. Hay una fuerza que apunta al Absoluto contenida en la sensualidad e intelectualidad de sus personajes infantiles. Esa fuerza pareciera apuntar a la trascendencia pero De Luca deja que el lector la experimente sin convertir lo narrado en un tratado metafísico. Lo narrado es la experiencia, la vivencia que De Luca armoniza con lenguaje hasta evocar la belleza.

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